El abuso sexual infantil ocurre mayoritariamente en el ámbito familiar. Quien denuncia un caso de abuso se encuentra ante la ardua tarea de superar el horroroso disgusto de la realidad y asumirse como víctima del engaño. No sólo eso: luego suele enfrentarse al diagnóstico de forenses y juristas conocido como “Síndrome de Alienación Parental” (SAP). En el 98% de los casos el sospecho es una figura masculina (generalmente el padre) y el SAP sirve para defenderlo: se aduce que la madre es fabuladora y se descree del relato del niño. Con esta figura, el abusador logra re-vincularse con el niño e, incluso, llega a obtener la tenencia y a impedir el contacto con la madre. Los derechos del niño son vulnerados y la víctima vuelve a ser victimizada por los propios juristas.
A nadie le gusta acercarse a la idea de que un niño pueda ser abusado. Menos aún por su propio padre. Sobre todo, cuando ese padre abusador es visto por el común de la gente como el más tierno e inofensivo, una persona de bien, solidaria, trabajadora y cuyo único signo distinguible es su perfil seductor. En la Argentina rebalsan las denuncias por abuso sexual infantil. En la mayoría de los casos, el padre es el principal sospechoso de haber generado el daño (ver recuadro).
El abuso sexual infantil debe ser pensado como síntoma social que emerge del sistema familiar o institucional. Su estructura inconsciente suele replicar la trama abusiva de generación en generación. El abuso es un proceso que se va instalando a través del tiempo y que consta de diversas etapas. En ese tiempo, el perpetrador logra la confianza y la aprobación del niño o niña.
El abuso sexual infantil es “un impensado” hasta que la conciencia golpea la puerta. Muchas veces es la madre del niño o niña quien denuncia el abuso. Las madres son parte del entramado del abuso y tardan en reconocerse como víctimas del engaño, por estar atrapadas en un vínculo que hasta ese momento parecía ser confiable. Son los propios valores morales los primeros en desmentir la realidad, pero si la madre está dispuesta a escuchar el amor vence a lo siniestro y el niño ya no calla.
Nadie informa acerca de qué hacer en una circunstancia de tal alarma. A la hora de realizar la denuncia son los propios policías y/o fiscales los que se anticipan y tientan al denunciante a dar un paso atrás. Hasta los propios defensores públicos advierten desde el comienzo la posibilidad de que las acusaciones contra el abusador se vuelvan en contra del denunciante. Es muy común que una madre se bloquee ante la sospecha de abuso que es puesta en evidencia por su hijo. Cuando el descuido se cristaliza y la madre tiene que aceptar que también fue engañada, la culpa domina la escena. Haber permitido que eso sucediera parecería volverla cómplice. He aquí lo irreparable de la perversión. Por eso, a veces el silencio es la opción más cómoda para todos. Pero quienes sí deciden entrar en el túnel del conflicto encuentran en él un mundo desquebrajante para sus vidas. Y una gran desprotección jurídica. La desprotección también se trasluce en las diversas instituciones: la familia, la escuela, el trabajo, los amigos, las redes sociales, etc.
El no querer aceptar algo tan doloroso como lo es la idea del “niño abusado” sumado al condimento siniestro del incesto (“haber sido abusado por el progenitor”), genera en las instituciones, incluso hasta en la propia madre, una ingenua ilusión. Parecería que los jueces, fiscales y profesionales de la salud que trabajan en la investigación de los hechos pueden solucionar el problema del mismo modo que el cirujano opera un corazón en peligro. Pero, desafortunadamente, no hay ciencias exactas para lo traumático y mucho menos para lo siniestro.
El ideal de justicia contrasta con la realidad: pocos son los casos en donde los derechos de los niños están por encima de los valores patriarcales relacionados al capitalismo salvaje en el que vivimos. Más aún si se tiene en cuenta que los casos de abuso empezaron a ser investigados recién a partir de 1989 con la Convención de los Derechos del Niño. Durante muchos años el maltrato infantil fue invisibilizado: se sostenía los niños mentían o fantaseaban. Los niños no eran considerados sujetos de derecho.
Hoy la manera de invisibilizar la violencia es poniéndose en contra de quien protege al niño, de quien cree en él o busca defenderlo. Se genera una desestimación de lo que el niño se anima a poner en palabras y de lo que una madre se anima a denunciar. En otras palabras, se desestima el hecho denunciado. Los procedimientos judiciales se centran en investigar más a las víctimas que al victimario y es por eso que la familia termina por quedarse muy sola enfrentando la situación. Ni hablar de la vergüenza social que se atraviesa después de la desgarradora exposición que implica ante el mundo la ruptura de algo tan íntimo y tan preciado.
El dispositivo judicial está estructurado de tal manera de que el niño o la niña deba enfrentarse a través de una cámara Gesell a poner en palabras el hecho traumático (ver recuadro). Paradójicamente, lo traumático se caracteriza por no poder simbolizarse, no poder decir acerca de ello y también por ser algo tan mortífero y alienador que amenaza constantemente la subjetividad. El modo de investigación que propone la justicia expone al niño a instancias adultas e inapropiadas (así como el abusador lo hace con el niño abusado). Además, en el caso de que el niño pueda poner en palabras algo de lo sucedido, en muchos casos termina por ser desmentido: la madre está loca y ha inventado el abuso.
El diagnóstico de una cámara Gesell varía según cada profesional pero todos rondan más o menos por los mismos términos: co-construcción de memoria, implantación de memoria o de ideas, madre alienadora, disputa de adultos, divorcio controvertido, falsa denuncia, intereses económicos en juego, o madre alienada o trastornada mentalmente, trastorno de personalidad, vínculo enfermizo con el niño, disrupción vincular, fabulación, entre otros. Los diagnósticos establecidos por los supuestos profesionales especializados repiten el síntoma de esta sociedad patriarcal. No se comprometen a la hora de hacer justicia y de defender los derechos del niño, dejan por fuera valores cruciales y generan un desarrollo irresponsable, malicioso y perverso. Los diagnósticos establecidos por el Cuerpo Médico Forense son la prueba de la que se sirve el fiscal, que es quien investiga la causa, para que el juez otorgue sentencia. Todos los términos mencionados están relacionado con un concepto con un nombre más rimbombante y academicista, pero con una trastienda perversa: el “Síndrome de Alienación Parental”, conocido como SAP.
¿Qué es una Cámara Gesell?
La Camara Gesell funciona como un instrumento para observar a las personas y sirve para tomar testimonio, el cual es grabado a través equipos de audio y de video. Está conformada por dos ambientes separados por un vidrio espejado. En uno de los ambientes sólo participan el profesional psicólogo del Cuerpo Médico Forense y el niño presuntamente abusado a quien se le realiza una entrevista semidirigida. En el otro ambiente, se puede observar a través del vidrio y pueden estar presentes el juez o el secretario general, el abogado defensor, el fiscal o asesor de menores y los peritos de ambas partes. Para todos ellos, existe una instancia en donde se pude repreguntar o construir preguntas a la víctima.
Cómo destruir la subjetividad de un niño
El «Síndrome de Alienación Parental» (SAP) es un diagnóstico que intentó instalar el psiquiatra estadounidense Richard Gardner en 1985, con la intención de defender a sus pacientes abusadores y sacarlos de la cárcel. Gardner dedicó su vida a esa causa porque él era tan pedófilo como los pacientes a los que defendía. Más aún, Gardner defendía la idea de que niños y adolescentes sean iniciados sexualmente por sus padres. Gardner inventó el SAP para ser aplicado en los procesos judiciales y revertir la mirada del proceso. El testimonio del niño es silenciado y el abusador es victimizado. De esta manera, todo el andamiaje procesal se reduce a la conflictiva del niño sustrayendo al adulto abusador de la escena. Así, el SAP revelaría que muchos de los testimonios de niños y niñas presuntamente abusados responderían especialmente a que dichos niños han sido indebidamente influenciados por el progenitor con el que conviven, generalmente, la madre. Según Gardner, el testimonio del niño pudo haber sido inducido a causa de la alienación que uno de los progenitores ejerció sobre ellos. De esta manera, se emite una creencia de que la madre por querer sacar algún tipo de rédito económico, por despecho o por venganza, utiliza al hijo como medio de comunicación en el marco de una separación controvertida entre los progenitores.
El SAP es un invento acientífico que sirve para enmascarar el abuso sexual infantil y que es utilizado en muchos países para no involucrarse con los gravísimos casos de abuso. No está aceptado por ningún organismo internacional: ni por la Organización Mundial de la Salud ni es parte de ninguna de las escalas como lo son CIE10 o DSM4. Las estadísticas mundiales demuestran que solo en el 0,02% de los casos existen falsas denuncias. Por lo tanto, teniendo en cuenta la insignificancia representativa de estos casos, ¿es entendible que el punto de partida sea entonces no escuchar a quien denuncia, no creerle al niño y acusar a la madre de «lavadora de cerebro»? Desde el mismo sentido común, ¿a qué madre se le ocurriría exponer a un hijo con una falsa denuncia de tal medida?
Sin embargo, en nuestro país la justicia continúa utilizando el SAP a «modo de camuflaje», con otros nombres como los mencionados anteriormente. Alcanza con decir que “la madre tiene un relato fabulador” para perder toda credibilidad en la palabra del niño. Si el niño se anima a poner en palabras el abuso perpetrado por su padre, su voz en alto termina por convertirse en una fábula. Así es como se prosigue con el desmantelamiento subjetivo del niño que ahora, además de encontrarse ante la necesidad de elaboración del trauma, debe soportar la re-victimización constante por parte de los juristas.
Sin ir más lejos el caso de Andrea Vásquez y el de Jacqueline Chañy, dos madres luchadoras que comparten su dolor ante el secuestro de sus hijos por orden de un juez, son un fiel ejemplo entre tantos otros de cómo los niños sufren tal desamparo y se les dispara una y otra vez al psiquismo ya vulnerado. En ambos casos el SAP fue la salida perfecta para borrar los valores que queremos defender y sostener. No alcanza con hablar de los derechos del niño, hay que defenderlos, respetarlos y perpetuarlos. Existen organizaciones de padres que albergan padres abusadores y/o violentos. ¿Qué fines persigue el poder judicial al darle la tenencia a un padre abusador?
El SAP responde a intereses específicos: defender al victimario del acto corrupto. Si la madre está loca, entonces el padre es una pobre víctima de la locura ajena. Es que el objetivo es cambiar el foco para conseguir el mutismo de los tantos abusos sexuales infantiles en las familias y mantener el orden social establecido. A lo largo del proceso, el niño termina repitiendo incansablemente aquello que con tanto trabajo ha podido poner en palabras, intentando darle cauce a tanto dolor, para que la oreja jurídica termine por convertirse en un dedo acusatorio tan abusivo como el propio abusador.
No queremos una justicia corporativa y con intereses aledaños al dolor y a la miseria humana. Queremos hacer valer el valor de la justicia. Los niños deben tener y mantener sus derechos para que nuevas generaciones puedan ser nombradas seres humanos y no monstruos criados por un sistema perverso.
Los abusadores
El 97,5% de los casos de abuso familiar infantil se producen en un ámbito intrafamiliar. El perpretador es el padre biológico en el 43,5% de los casos; abuelos, tíos, hermanos mayores o primos en un 23,7%; conocidos de la familia en un 17,5%; y padrastros en un 13,8%. Sólo en el 2% de los casos, el abuso es perpetrado por una figura femenina.
Escribe Lic. Johanna V. Cura