Una noche eterna

Una noche eterna

Escribe: Matías Palazón

Ilustra: Santiago Millares Álvarez

 

En los tiempos en que “el cuervo” me contó su historia cursábamos ambos el ciclo básico común para literatura, él era uno de mis compañeros con los que chanceaba, me conto que perdió a su hermana

“Empezamos la gira ya entrada la tarde-noche, todo el barrio se prende, es como una peregrinación pero en vez de a Luján, al Rock and Roll, es nuestra frase, que sea rock amigo; las esquinas, que en esos momentos cabe compararla con la terminal de un tren a hora pico, o los domingos de superclásico. No pude sacar a mi hermana, la perdí en la estampida de la salida, es que a la carrera, se llevaron todos por delante las vallas de contención, y atrapó a la mayor parte del público, y entre ellas, mi hermana…»

«Fue de repente, en un parpadear de ojos, las banderas que flameaban entre los bengalas desaparecieron, y el sonido se hundió en una tosquera de profundo silencio, aunque no, miento, algunos, los más idiotas, bailoteaban, irónicamente alrededor de las llamas; me acuerdo que esa secuencia me trajo, en la convalecencia del hospital, la sensación de haber ya visto esa imagen en el hombre de cromañón que salta de euforia tras la caída del mamut. Recuerdo que soñé eso, no sé si de la pichicata del suero o que… Una destilación de murmullos le siguió, y creció en virtud de que la luz no aparecía, y de que el oxígeno se acababa en esa pétrea miasma que se pegaba en los pulmones. Luego del último y desafilado rasguido de guitarra, toda tranquilidad, si es que había, desapareció ante los influjos de la paranoia, puesto que estallaron al horrísono todos y, desgañitando halles del peor estupor, nos perdimos como bola sin manija. Mi corazón comenzó a latir como movido por una huracanada tempestad, mis sienes parecían volar en mil pedazos, mis venas tijereteaban mi piel; el desatado frenesí parecía hacerme ceder, pero, al reparo de este pensamiento, la tomé con las manos más fuerte que antes y comenzamos a movernos más rápido; quebrábamos la penumbra con el celular de ella, hasta que cayó, y no pude evitar pensar que, de sucedernos lo mismo, de seguro moriríamos antes que de la asfixia, pisoteados por la muchedumbre de pieses que intentaban también sobrevivir, respirar; yo sabía que tras el más leve traspié, moriríamos ambos, y sujete sus manos como si mi vida dependiera de ello, te lo juro, te lo juro, pero no basto, y en el declive de esa sensación rodé, prietos los dientes, hasta el precipicio del ahogo. Me acorde de las escaleras a mi izquierda y a mi derecha… ya podía imaginar mi piel tornándose púrpura de la asfixia; ya me podía ver boquear como un pez fuera del agua; si, ya me podía oír berrear como un puerco, desangrándose en un establo… bajamos las escaleras no recuerdo cómo; más, recuerdo ahora que, sí, sobre la marcha, y a medida que nos acercábamos más y más a la salida, era un mar de cuerpos inmersos en un pogo mortal… solté sus manitas; primero el meñique, después el anular, después la mano” –

Una noche eterna

Sus rasgos, semblanteados por el espanto, sugerían un contumaz y atónito dolor. Continuó “el cuervo” recuerdo que estábamos solos en el bufet, era una mañana de invierno crudo, hacía poco había nevado creo, el viento corría gélido cuando pegaba en la cara, las narices las teníamos congeladas, y en consonancia moqueadas… El frío se estacionaba en el interior de Puán, faltaba para la hora de clase, era sábado, no eran las siete aún de la mañana, los cafés humeaban como las fumarolas de los andes, el sol ni asomaba, tenía examen, me olvide de todo saque 1 y no lloré por eso.

-“Para cuando se desplomó todo ese monte de personas, alguien me arrastraba de los brazos, como si yo fuera una carretilla; me percaté, segundos después, que tenía el torso desnudo, y de que además estaba en calzoncillos, estaba volviendo a nacer… Todo giraba a mi alrededor, y en el centrípeto punto del embudo, cobraba mi cuerpo la liviandad de una pluma, ahí juro haberme creído muerto, te juro que algo me aspiraba el espíritu. El frío del adoquín me provocó una serie de temblores convulsivos, que me hicieron entrar en razón, bah, una razón casi aparente… se me oreaba el rostro en esa brisa de media noche. Esa noche me dejó asmático–

Vivió en Boedo, era cantinfla, funambulista de un circo naïf, hoy recordé su nombre, leí de él en el obituario del diario.