Abusos animados

Por Mónica Puertas *

Ella corre. Él la persigue hasta que logra agarrarla fuertemente. En un abrazo constrictor le declara su amor mientras la perra intenta huir con todas sus fuerzas. Es un zorrino. Ella una perra que, por las artes del destino, deviene zorrina también. Es el pelaje el que lo atrae y hacia ella va con decisión.

Los ojos de la perra están desorbitados por el espanto mientras él le habla en francés. Un francés caricaturizado por la industria hollywodense que lo asocia al amor romántico, hecho especialmente para el consumo. Se combina así una matriz cultural donde el par de lo francés- amor romántico se transforma en un enorme dispositivo patriarcal y capitalista que nos dirá lo que es el amor y que nos hará tolerar los abusos.

“Percibo tu aroma y me enamoro” se titula el capítulo de Pepe le Pew. Una perra devenida zorrina por una lata de pintura, la confusión absurda propia de los dibujos animados, es invadida por un zorrino que la oye llorar y corre a abrazarla sin que se lo pida y a pesar de que no la conoce. Pero quiere algo más. La besa copiosamente. La perra se coloca en forma horizontal, que es la única que encuentra mientras él se le abalanza. Intenta huir. En sus ojos está la desesperación. Sus patas traseras, que a los efectos animados del absurdo hacen de pies, simulan el movimiento de la huida, pero quedan impotentemente en el aire. Mientras, él esgrime un discurso sordo, donde no existe la interlocutora: “Soy tan feliz”, dice mientras la aprisiona, mientras la perra devenida zorrina quiere huir. La culpa es de ella por parecer zorrina cuando en realidad es perra. La culpa es porque va vestida de zorrina, atrajo a un zorrino que sólo buscaba el amor.

En cada capítulo una casualidad la viste del animal que no es para atraer a este animal. La casualidad es la responsable del abuso. “Estaba vestida de zorrina” podría declarar Pepe le Pew si la pantalla animada diera un salto a la realidad y se convirtiera en un caso policial. La gente avalaría su declaración. Los titulares de los diarios apuntarían al falso pelaje. Todos dirían que si no hubiera salido vestida de zorrina nada de esto hubiera pasado. Con ese corporativismo se construye la culpa en la víctima.

Pero la carrera sigue y por un momento la perra logra zafar y huye. Él mira a cámara,  dice “el amor es la guerra” y corre a buscarla. “¡¿Dónde estás florecilla?!” dice el zorrino. Usa la palabra «florecilla» como piropo, esos adjetivos que en contextos, los mayoritarios, de persecución y violencia sistemática sólo buscan invalidar el discurso de la víctima. Así funcionan los piropos. La tratarían de loca si contara que la trató como una florecilla y se sintiera intimidada por eso.

El zorrino cambia la estrategia, apoya su brazo en un árbol y juega a las escondidas. Empieza a contar mientras ella simula ser un tacho de basura y así pasar inadvertida. De esto se trata. Nos entretiene ver las tácticas que utiliza una perra perseguida para no ser abusada. Nos divierten las ocurrencias. Las celebramos. Vamos internalizando estrategias de supervivencia.

Hemos merendado cientos de tardes frente al televisor sabiendo que la falsa zorrina, que ahora es perra, pero muchas otras veces fue gata, sólo quiere huir mientras él finge un juego. Y así fue con nuestros abusadores. Fingieron juegos mientras nos sacaban la ropa. Nos dijeron cosas lindas en la calle para probar suerte de lograr algo más, otros se animaron y nos violaron. Otros nos mataron. Pocos nos creen.

“¿Dónde estás mon amour? ¿Dónde estás pichoncita?”. Vuelve a capturarla. Nos frustramos como con el Correcaminos o el cachetazo de Doña Florinda a Don Ramón. Pero esta vez el dispositivo ejerce una influencia directa sobre nuestra sexualidad, ampliando los márgenes en los que se mueve el macho que nos invade y nos abusa. Así, el zorrino la alcanza y la vuelve a besar: “Sin ti no puedo vivir, somos el uno para el otro”.

Ese es Pepe le Pew. Nos sentábamos frente a la televisión aceptando con una resignación heredada de nuestras propias madres que ser perseguida para establecer un contacto físico, sexual, a pesar de nosotras mismas era lo normal.

Los abusos intrafamiliares son una conserva que se macera en dispositivos como éste. El abuso se normaliza. Nombrarlo, analizarlo y hacerlo público, es decir, politizarlo, es un tarea titánica que viene llevando la marea verde. Las locas pasaron de usar pañuelo blanco a llevar uno verde. La marea verde se abre camino a los codazos en ámbitos del enemigo pero también entre compañeros y familiares. Se ofenden. Sobreactúan. Se cierran.

Los abusos intrafamiliares son una conserva que se macera en dispositivos como éste.

La marea verde señala ese lugar incómodo a donde nos llevan literalmente para silenciarnos, para mantener el buen nombre de la familia, haciéndonos renunciar a la contención y la justicia sólo por el qué dirán. Una habitación a oscuras es el búnker típico del abusador. Mientras del otro lado de la puerta continúa la vida familiar sin sobresaltos. Por eso, la marea verde es ese brazo que nos agarra del agua y nos salva del ahogo. Se mete en nuestras casas y nos pregunta cómo estamos. Es un hilo que se teje entre nosotras, que atraviesa hasta a las familias.

Y se incomodan cuando irrumpimos señalando lo que otros ocultan. Porque sabemos de lo que son capaces nuestros abuelos, padres, tíos y primos en las habitaciones oscuras, en los bunkers silenciados con indiferencias y complicidades.

*Socióloga (UBA)