Martes 19 de abril del 2022
Escribe: Bernardita Castearena
Entrevista: Gastón Vera
Fotos: Eugenio Mazzinghi
Para Javier Urondo, la búsqueda de perfección de la cocina no mejora ni el menú ni el gusto de la persona que lo prueba: “La neurosis puesta en las proporciones de los platos es algo que quedó de la cocina de hotelería decorativa. Hay platos que son feos y son maravillosos de gusto y hay platos que son visualmente lindos y no tienen gusto a nada”, explica el autor del libro La cocina imperfecta. Para él, el adjetivo que titula su libro es una síntesis de las dificultades que tiene: le cuesta repetir los modelos y decidió acompañar la imperfección en vez de pelearse con ella.
El libro abre la cocina de Urondo Bar de la mano de Javier y Florencia, dándole la opción al lector de adaptar el recetario de la esquina de Parque Chacabuco a la medida de su presupuesto y gusto. No obstante, el libro editado por Penguin Random House no sólo está hecho de palabras y convicciones: está atravesado por una cuidada luz de los lentes del fotógrafo Eugenio Mazzinghi, que demuestra que la espontaneidad de las imágenes fueron el encuentro de muchas carcajadas que han transformado esta producción en una experiencia disfrutada.
Hablamos con el hijo de Francisco “Paco” Urondo y Chela Murúa -dueño de Urondo Bar– sobre algunos de los temas que se desprenden de su libro, la identidad de la gastronomía argentina, el lugar de la carne, lo orgánico y la agroecología, las (buenas y malas) prácticas laborales y el efecto de los tiempos modernos girando en torno a un sólo tema: dar de comer.
—¿Creés que hay una relación entre lo que somos y lo que comemos?
—Si, y es inseparable. Lo que comemos nos define por inserción y clase social: el pibe que anda por la calle come snacks, juguitos o lo que haya podido manguear; el círculo de Palermo come muy parecido a lo que sería un San Francisco. Me parece que ahí viene todo lo que se replica, la oleada del sushi, la oleada de la hamburguesa, de las pizzerías.
Son sistemas que dejan un conocimiento inevitable pero que no terminan de ser búsquedas estériles, porque no están buscando adentro las cosas que los representan, sino afuera. El producto ya no define, lo que define es la manera de usarlo. Eso es lo que construye culturalmente la comida, me parece que el producto ya no tiene ese lugar. Hay muchos productos que compartimos con un montón de culturas, pero el uso que le damos es completamente distinto, las berenjenas la usan los asiáticos, los mediterráneos y los americanos, pero el uso que le damos tiene que ver con la identidad de nuestros platos.
Cocinar diferente es un rescate de lo cultural en un contexto en el que uno se contamina de información y va perdiendo la singularidad de lo que representa. En mi caso, estoy tratando de poner un ancla en un concepto que nunca pude definir y que es el de “Cultura gastronómica argentina”.
—¿Qué hecho político se esconde detrás de la elección de la comida?
—Lo que comemos tiene que ver muchas veces con las estructuras políticas de producción de ese alimento. En nuestro modelo, la carne es baratísima en relación con el resto del mundo, pero la soja ha llevado el precio de las verduras a otro lugar.
Sabemos que la industria de los alimentos tiene que ser monopólica y de volumen, porque los mismos que producen eso, incluyendo a la industria farmacéutica y química, dicen que es la única manera de que sobreviva la humanidad. Al no haber un ejemplo contrafáctico, lo único que hacen es avanzar sobre el mundo para que todos comamos parecido.
Una de las cuestiones que garantiza esta relación con los alimentos es la pérdida de conocimiento agropecuario de las familias: en los años 70, una familia del interior que venía a vivir a Buenos Aires tenía una huerta y gallinas en el fondito de su casa. Ese modelo murió y los pibes que son hijos de los inmigrantes del interior o de los países limítrofes ya no saben plantar una lechuga porque su alimentación pasó a ser global, con un snack envasado y una gaseosa como rutina de todos los días.
La carne es uno de los alimentos que sobreviven a la modernidad: ni los supermercados, ni los modelos de fraccionados han podido matar al carnicero de barrio y eso nos salva culturalmente. La calidad es otra discusión, pero es un logro que en la Capital todavía se baje “media res” al hombro.
—¿Qué opinas de la nueva movida agroecológica?
—Es un lindo titular, todo lo que no sea chequeable parece que no tiene valor. Primero que no existe en el código alimentario, es una expresión de deseo que sea agroecológico. Me parece que las cosas tienen que estar acompañadas por una formación, porque producir algo casi orgánico o agroecológico y que las zanahorias sean horribles, demuestra que de lo artesanal a lo precario hay un pasito muy chico. No sé cuál es la estructura en la cual esto se sostiene en términos reales, porque para certificar algo como orgánico, tenés que ir alquilando fincas con la garantía de qué durante 8 años no se hizo ninguna aplicación de agrotóxicos. Yo no le doy mucho valor porque es insostenible: me parece que todas las certificaciones tienen una fragilidad polémica.
—¿En qué condiciona el modelo sanitario a los productores?
—Primero, la distancia: los productores no saben para quién producen ni qué consumen. El flaco sabe que vende algo y no cambia nada porque no tiene una devolución de la persona que compra. Yo laburo con comida y no tengo contacto suficiente con el productor directo como para darle información de qué cosas nos interesan de su producto.
Eso se resuelve con una devolución, a través de alguna feria o de un contacto directo. Nosotros con algunas cosas lo logramos, pero son productores totalmente informales. Los tipos están siempre jugados, no tienen posibilidades de técnicas de formalizar y están en el horno si quisieran hacer todas las cosas bien.
—En el ámbito gastronómico hay una dimensión de lo militar, la comanda, marcha y sale, la orden que en… Bar Urondo parece no existir.
—Saber cocinar no es saber gestionar, y ese es el gran problema de los cocineros.
El restorán, más allá de la escenografía que pongas, la vajilla o la música, siempre es una empresa de recursos humanos. Yo siempre comparo la dinámica de la cocina con una sala de cirugía o una cabina de avión donde se está haciendo algo en tiempo real y cada jugador es informante y corrector. En mi caso, tuve una pequeña formación en una estructura completamente diferente, que era la de distribución de libros. Ahí aprendí que toda la información vale, la del último tipo que maneja la camioneta hasta el que toma el pedido. El empleado y el empleador gastronómico trabajan bajo un modelo muy volátil, porque el empleado suele estar mal pago y buscando un trabajo mejor para irse, y el empleador cree que el valor está en el punto de venta, en lo arquitectónico. Estas estructuras de gestión de la cocina no entendieron que el resultado del plato va a depender de los recursos humanos.
—En el libro hablan de bufones y restauradores, ¿Quiénes se ubican en cada lugar?
—En los antiguos mitos, los cocineros eran los tipos que alegraban y la comida era un espacio de divertimento, como el teatro. Estaban los artistas que no entraban a la corte y los que tenían un albacea o alguien que los protegía. Hay una gastronomía que está orientada más al espectáculo y al divertimento y, obviamente, yo no soy un comedor escolar o de una fábrica, que estaría estrictamente alimentando a gente que labura, pero si participo de lo que sería el espacio de esparcimiento de la gente que ha laburado todo el tiempo. En ese sentido, siempre estoy pensando en garantizar un espacio donde cada mesa funcione como su propio mundo y yo participe en ofrecer una buena comida que no entorpezca la charla. No queremos ser un lugar que esté de moda, donde la gente vaya a mostrarse o sacarse selfies, porque en esos lugares, que son muy llamativos y singulares, la comida termina pasando a un plano donde casi no importa. Creo que eso marca la manera de consumir: ¿qué pagamos ideológicamente cuando vamos a un lugar a comer? ¿la carne? ¿la calidad de las verduras? ¿las pastas? ¿o la decoración? las respuestas a esos interrogantes nos definen como comensales.
—La cocina imperfecta, Sudamericana, $3999, 192 páginas, tapa blanda.